En el año 2000, el gobierno de España decidió regular las tarifas de la luz, desligándolas del incremento de los costes de producir electricidad. La estrategia, mantenida por los dos partidos mayoritarios a lo largo de la década, generó un crecimiento nunca visto, pero hoy sabemos que, como con la burbuja inmobiliaria, había truco. La diferencia entre costes y precios (el déficit tarifario) iba dando lugar a una deuda del Estado con las empresas eléctricas.
Estas siguen declarando beneficios, pero porque cuentan la deuda como si ya estuviera pagada. Una deuda que alcanza ya los 20.000.000.000 euros, y que seguirá creciendo mientras el precio que pagamos en nuestras facturas siga siendo inferior a lo que cuesta generar electricidad (tema del que trataremos en otro artículo).
Ahora esa deuda la pagamos todos en el recibo de la luz: poco a poco, con intereses incluídos, en los próximos 15 años. Además, la subida de los tipos de interés en el mercado internacional hace urgente cambiar de sistema y saldarla cuento antes, así que ahora tendremos que empezar a pagar lo que cuesta más lo que dejamos pendiente de pago los últimos diez años. La otra opción es seguir incrementando la deuda, pero llegaría un momento en que el coste de sus intereses fuera igual, y después superior, al de pagar la luz a su precio, lo que parece estúpido.
Y lo peor es que esa electricidad artificialmente barata, mayoritariamente importada (a nivel estatal), ha llevado a incrementos de consumo, de emisiones de CO2, de la deuda externa, y además ha condicionado nuestras decisiones, desincentivando medidas de ahorro y eficiencia en nuestras empresas y viviendas, lo que puede desembocar en unos costes energéticos dificilmente asumibles para muchos en un futuro próximo.
No es la primera vez que las decisiones políticas populistas, o al menos cortoplacistas, orientan erróneamente a los ciudadanos y empresarios con subvenciones que desembocan en formas insostenibles de funcionar. Desde nuestra responsabilidad como votantes, hemos de esforzarnos en diferenciar las propuestas de futuro de aquéllas que son simplemente lo que queremos oir. Desconfiemos de los programas políticos que se asemejen demasiado a una carta a los Reyes Magos.
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