El movimiento del 15 M , los indignados, podría aparecer agrupado alrededor de ideas como el decrecimiento, los modelos alternativos de desarrollo, la ecología o las energías renovables, pero no es así. En contra de lo que algunos dicen, movidos sin duda por el miedo a lo desconocido, calificándolos (¿descalificándolos?) como antisistema, izquierdistas, ideologizados o manipulados, parece tratarse simplemente de indignados con el enorme poder que los partidos políticos han alcanzado en nuestro sistema democrático.
La simpatía que despiertan sus demandas (que probablemente despertarían en el 90% de la población si no estuviéramos en campaña electoral permanente) radica en que se indignan por las mismas que todos criticamos en el mercado, en la puerta del colegio o en el café de la oficina. Verdades como puños, obviedades de necesaria solución que poderes invisibles e intereses inconfesables convierten en utopías.
El derecho a una vivienda digna en un país con millones de viviendas vacías. El descenso continuado de los salarios reales mientras crecen el precio de las cosas y el número de millonarios. La construcción de AVEs, ciudades de la cultura, escolleras o ascensores panorámicos en lugar de guarderías y residencias. Salarios pagados con impuestos que superan en más de 10 veces el salario mínimo. Jueces elegidos por los políticos que juzgan a políticos corruptos. Televisiones autonómicas pagadas con impuestos de todos dedicadas a perpetuar a los respectivos gobiernos.
Tantas y tantas cosas que dejamos pasar (“las cosas son así”), como si no se hicieran de otra manera en otros países. Como si no fuera la inacción de dos partidos mayoritarios, el acuerdo y la connivencia con los que más tienen, la que nos lleva a asumir como ley de vida que algunos tienen que nadar en dinero para que algo salpique a los demás.
De repente alguien dice no. Unos pocos miles, nada. Sin embargo, su fuerza, y el recelo que generan, radica en que muchos más opinamos que tienen razón, que hay muchas razones para indignarse. Eso es lo que da fuerza al movimiento: su potencial de crecimiento en un país en que elección tras elección, suele ganar la abstención.
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